Tras unos años de crecimiento exponencial, el movimiento medioambiental, social y de gobernanza (ESG) ha alcanzado su mayoría de edad. Reconociendo la preocupación pública por el cambio climático, numerosas empresas —que han generalizado la creación del chief sustainability officer— y gobiernos —que han elevado, tanto en la UE como en España, al titular de sus respectivas comisarías o ministerios, como gesto relevante, al rango de vicepresidencia— están hoy comprometidos con cumplir ambiciosos objetivos de cero emisiones netas o de economía circular.
Este cambio se debe, en parte, a la evolución de las prioridades de los responsables políticos —cuya realidad jurídica más palpable la vemos en el mayor paquete legislativo lanzado jamás desde la UE, como es el Fit for 55— y a la necesidad empresarial de enfrentarse a los efectos de nuevos retos económicos y geopolíticos —como la invasión rusa de Ucrania o las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China—.
De forma novedosa, la ley introduce dos instrumentos económicos: el impuesto a los envases de plástico no reutilizables y el impuesto al depósito de residuos en vertedero, la incineración y la coincineración, que entraron en vigor el pasado 1 de enero, y que se han diseñado con el objeto de mejorar la aplicación del principio de jerarquía de residuos. Dicho lo anterior, debemos insistir en que en ningún caso nos encontramos ante impuestos armonizados, pese a que respecto del plástico exista un recurso propio que España deba abonar anualmente a la UE en función de nuestros envases de plástico no reciclados —según resulta de la Decisión UE 2020/2053 del Consejo—. O que el segundo sea una figura que no solo existe en la generalidad de los Estados miembros, sino que además ya preexistía en una docena de comunidades autónomas. Eso sí, en ambos supuestos, y de conformidad con el principio de subsidiariedad, las directivas reseñadas dan libertad a los Estados para adoptar las medidas que consideren más apropiadas para alcanzar los objetivos que las mismas establecen.
El tributo grava la fabricación, la importación o la adquisición intracomunitaria de envases no reutilizables de plástico, en tanto que el mismo no sea reciclado, ya se utilicen para la venta, sirvan como colectivos o para transporte. Y lo hace a razón de 0,45 euros por kilogramo de plástico no reciclado, un tipo coincidente con el que Italia tendrá desde 2024 y algo superior al de 0,2 libras esterlinas que sí existe en Reino Unido. Nos encontramos, pues, ante un impuesto al que quedan sujetos principalmente los envases, tanto vacíos como si se presentan conteniendo, protegiendo, manipulando, distribuyendo y presentando mercancías. También aquellos plásticos que permitan cerrar, comercializar o presentar los envases, como sería el caso de los tapones, cintas de embalaje o el film protector. Pero, además, y este punto es importante, quedarán sujetos los productos semielaborados, como sería el caso de preformas, láminas de termoplástico o las bobinas de plástico que sirvan para la obtención de los envases.
En definitiva, un nuevo e importante coste de gestión para las empresas, que habrán de trazar la cantidad de plástico que acompaña a sus compras y ventas en cada momento, con el reto de poder gestionar la traslación del precio a los clientes o la devolución del impuesto en los supuestos de exportación.
El tributo grava la entrega de residuos para su eliminación (o valorización energética) en vertederos autorizados o en las instalaciones de incineración o coincineración autorizadas, en cualquier caso, ya sean estos de titularidad pública o privada. Sin embargo, se prevén determinadas exenciones, entre las que destaca la entrega de residuos resultantes de operaciones de tratamiento distintos de los rechazos de residuos municipales, procedentes de instalaciones que realizan operaciones de valorización que no sean operaciones de tratamiento intermedio.
Por último, y dado que la condición de sustituto del contribuyente recae sobre el titular del vertedero o instalación, quien deberá repercutir el impuesto a la persona o entidad que realice el depósito de residuos —que actúa como contribuyente—, la ley establece expresamente que para los casos en el que las entidades locales presten el servicio de recogida de residuos deberán actualizar sus Ordenanzas fiscales para repercutir a los usuarios del servicio el impuesto que deberán abonar a los titulares del vertedero. A tales efectos, las entidades locales deberán establecer antes de 2025 una tasa o prestación patrimonial, específica, diferenciada y no deficitaria, que permita implantar sistemas de pago por generación y que refleje el coste real de las operaciones de recogida, transporte y tratamiento de los residuos, así como los ingresos derivados de la aplicación de la responsabilidad ampliada del productor.
En conclusión, un paso adelante en la legítima finalidad ambiental perseguida, pero que se hace a costa de una enorme carga fiscal indirecta para las empresas al exigirles nuevas obligaciones de logística, registro, facturación, contables o de autoliquidación, que requieren de un aterrizaje para nada residual.
Fuente: El Confidencial